lunes, agosto 21, 2006

Pasemos la página

(Artículo publicado en Excélsior el 19 de agosto)
Faltaban todavía tres años para que terminara el sexenio de Vicente Fox y el tema central en la agenda pública era ya la sucesión presidencial. Vino luego el desafuero, las precampañas, las campañas y así llegamos al 2 de julio, con la expectativa de que ese día llegaríamos al final de una etapa. Lamentablemente, como todos sabemos, las cosas no han salido como hubiéramos querido, y hoy, a siete semanas de la elección, aún estamos inmersos en una dinámica de lucha política.

Se acerca, es cierto, el final formal de la misma con el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. No obstante, ni los más optimistas se atreven a ver en este hecho el fin del conflicto, sino, en el mejor de los casos, el paso a una nueva etapa del mismo en la que el nivel de crispación ira a más o a menos, según la actuación de todos los actores políticos. No es cosa menor, por supuesto, saber cómo evolucionará esta coyuntura, no obstante desde ahora podemos señalar el que, al parecer, será uno de los costos más notables. Me refiero a la pérdida de beneficios sociales que trae consigo una elección. ¿De qué estamos hablando? De la saludable renovación de personas y temas debido a la sucesión presidencial.

Es conocido de todos que el poder desgasta a quien lo ejerce. Basta con mirar las imágenes de los mandatarios al iniciar su gestión y compararlas con su rostro al terminarla, para ver que la pérdida atiende tanto al ámbito físico como al político.

Aunque conscientes de este hecho, poco se habla del desgaste que un sexenio implica para la opinión pública, que luego de seis años también suele acabar cansada.

Por un lado, por la desaparición de cualquier expectativa en torno del gobierno saliente, el cual, para entonces, ya habrá mostrado lo mejor y lo peor de sí mismo; pero también porque a estas alturas de la administración se ha pasado ya por un largo e intenso proceso electoral, que inevitablemente también harta.

Por eso, la sucesión es refrescante. Nuevos rostros ocupan nuevos cargos y en ese proceso se renuevan también los ánimos y las expectativas de la propia ciudadanía. Es el fin de un ciclo y el inicio de otro, que trae consigo un valioso compás de espera en el cual todos conceden al gobierno entrante el beneficio de la duda.

Con esta sana costumbre gana, naturalmente, el nuevo equipo, el cual disfruta de un periodo de gracia en el que puede utilizar como mejor le parezca el capital ganado en las urnas; pero también gana la opinión pública. Preocupa, por tanto, que hayamos pasado la barrera del 2 de julio sin que hayamos logrado cambiar el ánimo colectivo, pues en muchos sentidos se impone la sensación de que esta contienda no ha terminado y esa no es una buena señal.

¿Cómo recuperarnos de esa pérdida? En primer lugar, reconociendo que los costos los pagamos todos, independientemente de las afinidades partidistas. En ese sentido, el gobierno que encabezará Felipe Calderón –si así lo ratifica el Tribunal– deberá esforzarse por atender ese ámbito, lo que implica generar ilusiones sobre lo que será su gestión. No se ve fácil, pues esa fue una de sus principales deficiencias durante la reciente campaña en la que logró generar aversión sobre sus adversarios, no así entusiasmo sobre su propio proyecto. Aun así, el panista deberá agregar la variable anímica, al reto que tiene enfrente en materia de gobernabilidad.

Los priistas, por su parte, quizá no se han dado cuenta, pero también requieren que se cierre el ciclo. Sólo así podrán poner atrás el desastre que significó el 2 de julio a fin de iniciar una nueva relación con los otros partidos políticos y sobre todo con la opinión pública.

Y, finalmente, es importante señalar que el PRD, como partido político, también requiere dar carpetazo a este proceso. Se entiende que en la lógica de Andrés Manuel López Obrador esto no tiene sentido, pues él requiere continuar con la campaña que inició, por lo menos, desde que se postuló para la Jefatura de Gobierno; lo que mantendrá con vida a AMLO, según su estrategia, es la prolongación del periodo electoral y no su fin; no ocurre lo mismo con su partido, que deberá entender que el tiempo de campaña ha terminado y que la continuación de la misma terminará hartando, sobre todo a quienes apenas se le acercaron en esta elección; si el Partido de la Revolución Democrática quiere mantener e incrementar su capital político, deberá pasar a la etapa institucional en la que habrá de demostrar que sabe cómo usar los espacios ganados para cumplir con lo que prometió durante la contienda.

Hablar de estados de ánimo, cuando la agenda nos presenta temas tan sensibles como el próximo Informe de Gobierno o el desfile militar, parece fuera de lugar. No nos equivoquemos: subestimar la variable emocional en estos momentos es perder de vista uno de los elementos más sensibles en cuanto al comportamiento político. Una razón más para que pasemos ya la página en esta larguísima historia.

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