Las bombas de Madrid no se pueden entender sin la selección de la fecha en que tuvieron lugar: tres días antes de las elecciones generales del 14 de marzo. Hablar del objetivo del ataque resulta complejo, lo que sí es posible es hablar de los efectos: el ataque cambió el resultado de la elección; entre otras razones, porque las muertes fueron presentadas por los terroristas como la consecuencia que debió pagar España por haber avalado la guerra de Irak durante el mandato de José María Aznar. Si hasta el 10 de marzo por la noche todos estaban seguros del triunfo del PP, las urnas del 14 mostraron un resultado distinto, y como efecto de la promesa de campaña del ganador, España terminó por retirar sus tropas de aquel país.
No se trata de tender puentes artificiales entre dos hechos tan distintos pero sí poner atención en la lógica política que puede haber detrás de hechos de esta naturaleza. Bajo esta premisa es que planteo que lo que está pasando en México es que ciertos grupos del crimen organizado han agregado este componente a su modus operandi.
Si bien las autoridades mexicanas han advertido desde hace tiempo de la existencia de estrategias de comunicación del crimen organizado, éstas se han hecho más evidentes en las últimas semanas: la violencia en Yucatán, tanto física como psicológica; la aparición coordinada de mantas por todo el país, y las amenazas a gobiernos locales sobre posibles atentados la noche del 15 de septiembre, así lo confirman. Por eso lo que pasó en Morelia no parece ser una ocurrencia sino un acto premeditado pensado para lograr una serie de efectos políticos: primero, dar vida a un sistema de amenazas creíbles. Las advertencias sobre posibles atentados no son una novedad; lo distinto es que ahora han demostrado que están dispuestos a cumplirlas. Segundo, con ese ataque redefinieron los límites de la violencia posible.
El país enfrenta desde hace años una realidad que es muy difícil de aceptar pero que cada vez es más evidente: el nivel de violencia no está determinado por la capacidad de las autoridades sino por la autocontención del crimen organizado. ¿Cuántas veces hemos visto noticias que confirman la capacidad operativa de esos grupos? No obstante, no vemos en México ataques contra figuras políticas de mayor peso como gobernadores o secretarios de Estado; tampoco se habla de violencia indiscriminada contra población civil.
La pregunta, por tanto, no es por qué actuaron así en Michoacán sino por qué no lo habían hecho antes si evidentemente podían. Propongo dos hipótesis: la existencia de un acuerdo tácito que marcaría ciertos límites que de ser rebasados generarían tal respuesta gubernamental, que la sola idea era suficiente para disuadir a los grupos violentos; y dos, la idea de que la población civil es muchas cosas: mercado, fuente de ingresos, incluso en algunos casos espacio de protección, pero no enemiga declarada.
El ataque de Morelia sugiere que las dos líneas han sido rebasadas. Por un lado, los operativos del gobierno en contra de algunos grupos habrían roto con esa especie de acuerdo que definía lo posible; por el otro, habría que destacar el notable activismo de ciertos sectores de la población que han dejado de ser objetos para convertirse en sujetos activos, y en ese sentido, nuevos espacios de lucha.
Con el atentado se puede movilizar a la opinión pública en dos sentidos. Por un lado, se le puede llevar a justificar nuevas acciones de combate a la inseguridad, aún más duras; por el otro, se le puede convertir en un aliado que movido por el terror le exija al gobierno que reduzca el enfrentamiento ante esos grupos con tal de regresar los límites al punto anterior. En cualquier caso, lo que habría que analizar – y que ahora planteo más como pregunta que como respuesta – es qué tipo de efectos políticos se quieren lograr; quién gana y quién pierde con este nuevo panorama, y qué tipo de acciones se esperan alcanzar.
Hace tiempo que el crimen organizado en el mundo se vuelve cada vez más complejo; todo indica que ahora ha llegado el turno a México.